#Ayer te vi
Salir a correr por el Paseo Nuevo pierde la magia cuando no llueve. No es porque desaparezcan los reflejos, o el vértigo de correr sobre baldosas mojadas ni el sonido de las embestidas aleatorias de las olas contra el paredón, y la adrenalina esto genera. Es, simplemente, porque se atesta de turistas.
En días normales, nos cruzamos siempre las mismas personas. La rutina de correr, supongo. O la de disfrutar de la lluvia y los vientos del norte.
Ah, y además, cuando no llueve es distinto por los atardeceres. Si se ven, sobre el Cantábrico tienen algo que resulta complejo describir. Y la magia se desplaza por sobre (casi) cualquier cosa.
Hasta cierto momento, llevábamos la cuenta de cuántas veces cerraron con candado las puertas de Urgull mientras todavía estábamos dentro. Siempre en algún banco, intentando encontrar el horizonte o intentando descubrir qué constelaciones creábamos con tal de compartir un rato más.
Otras, sobre alguna campera, o sobre la piedra y el césped. Casi nunca faltó la botella de vino y, si teníamos eso, no necesitábamos más que algún libro, un par de canciones y nuestro calor.
Creo haberle contagiado mi manía por el aroma a café, porque después de un tiempo se volvió habitual encontrar el filtro acomodado y la medida exacta (y distribuida de manera homogénea) de granos molidos de café en la cafetera cada mañana.
Si hablamos de contagiar, todavía me encuentro en lugares silbando la introducción de un tema de LOUTA que tenías como despertador.
Me regalaron Stoner, de John Williams. Los primero capítulos me perdí en intentos de encontrar lo extraordinario, de descifrar lo oculto, lo intangible. Y a veces la realidad es tan visible, que no hay mucho de descubrir más que eso que nos choca, como si se invirtiera el proceso.
Creo que hay un error, en la página 169. O quizás es en las 174. Pero en una de las dos. Nunca tuve buena memoria para estas cosas, y no lo anoté. En fin, el Paseo Nuevo y los atardeceres. Y Urgull. Y el Cantábrico. Y vos.
El silbido por las mañanas, verte despertar entre muecas, estirones y miradas graciosas hacía que poco importe cuánto tiempo había pasado apoyado en el marco de la ventana, viendo gente pasar, llorando de a ratos y respirando café. Las risas eran el candado de la nostalgia y el disfrutar el presente.
Acabo de recordar la vez que robaste el candado de una de las puertas de Urgull, una vez que intentamos subir por la calle Gaztelubide y detrás había unas cuantas tablas cruzadas que no nos dejaban pasar.
No te pregunté para qué querías un candado sin llave, y me resultó curioso que no haya sido doble traba, es decir, que haya quedado abierto sin tener la llave.
Empezaste a correr y bajámos como locos. Y también subimos. Había tres personas tomando mates casi escondidas en las escaleras del muelle, pero me di cuenta cuando ya no tenía tiempo a pensar. Apenas escuché la voz de Cerati, a lo lejos, y por eso me di cuenta. Tenían camperas para nieve, y no hacía menos de 6 grados, ni había viento. Di por hecho que estaban de paso, y que quizás no nos volveríamos a ver.
Subimos las escaleras del Aquiarium y frenamos cerca de la Construcción Vacía. No atardecía, estaba cubierto. Cerraste el candado. Me dijiste que ahí dejábamos la nostalgia, al lado del mar para que el viento siempre traiga recuerdos.
Para no escaparnos. Para seguir tan locos como para creer que estamos cuerdos, para silbar al caminar, y cantar al abrir los ojos: ayer te vi, y no es cualquiera. Para que valga la pena soñar.