Zen y el arte de preparar cafecitos
Los ruidos de la mañana desaparecen mientras todo se transforma en una danza:
Filtrar el agua, ponerla al fuego; preparar la balanza; pesar los granos; acomodar la taza y el portafiltros; esperar que el agua esté lista para mojar el filtro de papel mientras muelo el café.
Contar los segundos viendo las burbujas aparecer al primer contacto del agua caliente con el café, y no darme cuenta que contengo la respiración mientras hago movimientos circulares con la pava en la mano.
Así es como durante algunos minutos cada mañana (o algunas tardes) este ritual me mantiene atenta, serena, presente. Y me encuentro en continuo aprendizaje, concentrada en mis acciones, preguntándome si la molienda es muy fina o muy gruesa mientras presto atención al fluir del café.
No me avergüenza decirte que disfrutar el ritual me llevó mucho tiempo, y al principio vivía conflictuada porque el café que filtraba no me terminaba de convencer, por no lograr la molienda, el tiempo, la circularidad. Con tiempo y repetición logré finalmente una taza limpia y llena de sabor, y llegó el disfrute al volver a los mismos pasos cada vez.
Sé que la idea de entrar en piloto automático puede estar mal vista en algunos casos, pero qué decirte...a mí me emociona la suspensión de la conciencia y la maravilla de lo mecánico.
Abrazar ese momento en que el cuerpo solito sabe que hacer, y que solamente llega después de mucho trabajo, de mucha atención y repetición.
Y quizás porque soy adepta a los rituales y a cierto misticismo que no encuentra razón de ser, adhiero fuertemente a la idea que cualquier trabajo manual hecho con concentración puede tener una dimensión espiritual.
No voy a decirte que preparar café filtrado me acerca al nirvana, pero puedo asegurarte que me llena de serenidad.
Tanto es así que muchas mañanas decido prepararme café para disfrutar el proceso y el momento, y no tanto para tomar la bebida en sí.
Un hermoso bowl de Santiago Lena
Algunas notas sobre esta nota
No soy una persona religiosa, y nunca he logrado meditar o practicar yoga con conciencia, pero sé que siento un amor enorme por los procesos aparentemente mecánicos y las acciones repetitivas. Y si bien en mi trabajo con computadoras siempre me aboqué a automatizar este tipo de tareas, en el mundo de lo tangible logran emocionarme.
Creo que ese sentimiento se remonta a la adolescencia cuando leí "El arte zen del tiro con arco", un texto que se quedó pegado en mí para siempre.
Otro libro que leía compulsivamente por la misma época es "Franny y Zooey" de J.D. Salinger, en el cual parte central de la historia refiere a "La vía del peregrino", un pequeño escrito ruso del siglo 19 dónde se habla de la plegaria incesante y como el solo hecho de repetir la oración, aun cuando no exista la devoción religiosa, abre el corazón de quien la repite para ser una con dios.
Creo que ambas lecturas me llevan al mismo lugar de transformarnos a través del trabajo, la repetición, y el dejar ir a la conciencia, y eso es al fin y al cabo lo que quiero compartir hoy con vos.
El hombre es un ser pensante, pero sus grandes obras las realiza cuando no calcula ni piensa. Debemos reconquistar el "candor infantil" a través de largos años de ejercitación en el arte de olvidarnos de nosotros mismos. Logrado esto, el hombre piensa sin pensar. Piensa como la lluvia que cae del cielo; piensa como las olas que se desplazan en el mar; piensa como las estrellas que iluminan el cielo nocturno, como la verde fronda que brota bajo el tibio viento primaveral. De hecho, él mismo es la lluvia, el mar, las estrella, la fronda.
Fragmento de la introducción a Zen en el arte del tiro con arco
Happy brewing!